lunes, diciembre 01, 2025

LA CARROÑA



Dios me libre de esos feligreses
que vienen de ser carroña asquerosa,
que liban a diario los jugos pútridos
del verso malogrado y hediondo
de los tullidos del alma y del cuerpo.

Mas no me verán entre sus filas,
ni arrodillado ante sus letanías,
pues conozco el precio de la palabra
cuando se trueca en fango y desvarío.

Prefiero el filo limpio del silencio,
la llama que custodia su verdad,
antes que el aplauso de los necios
que celebran su propia podredumbre.

Y si alguna vez mi voz flaquea,
que sea por la sed de lo sagrado,
no por beber del mismo estancamiento
donde naufraga el mundo profanado.

domingo, noviembre 30, 2025

LA MIRADA QUE NOMBRA


He buscado siglos tu mirada
en otros ojos, cielos y mares,
y solo en vos comprendo la luz
que a mi sombra siempre responde.

Ya no somos quienes fuimos,
pero en tus ojos de ahora nace
una verdad sin tiempo
que me reconoce y me llama.

Tu nombre ordena mi noche,
tu voz tiene la forma
de una paz nunca pedida
y siempre esperada en mí.

Por eso te escribo: para decir
que mi historia guarda tu sitio,
no como exigencia, sino ofrenda;
un umbral donde elijo encontrarte.

EN ESE GESTO LEVE


Arrojo mi alma al desconcierto,
trago la pregunta y, simplemente,
le digo que la amo
como la rama al viento
—desvergonzadamente—,
como las olas a las rocas
que golpean entre beso y beso.

Ella susurra, pero no se detiene,
y me hace saber
lo vano de mi bruto intento.
No sé si ríe o llora;
solo dice que la emociona.

Y en ese gesto leve, casi aire,
comprendo que no es mía,
que basta su temblor para salvarme,
y que amar —a veces—
es quedarse quieto
mientras el mundo
se inclina hacia su nombre.

LA MÚSICA DEL MUNDO


No todo fue pesadumbre
bajo el soplo tenue de lo inacabado.
Con las pinceladas aún húmedas,
vi respirarse a Dios en su silencio.

Mis ojos, entonces, se deshicieron
en la espesura de un rojo cambiante:
—uno nacido con el alba,
otro muriendo en el ocaso—;

y en esa doble luz presentí el poema,
antes incluso del primer verso,
ese rumor de eternidad que tiembla,
hilo secreto en la música del mundo.

EN EL SILENCIO


En el silencio el alma calma;
la quietud es un espejo divino,
la huella de un río antiguo
que solo por su cauce se adivina.

No trae agua —no—, trae el olvido;
el ruido cesa, se hace transparente.
La oración es cosa del monte
y no hay quien prescinda del verbo.

Las bestias, la selva, el rayo
cumplen con su eterna misión:
son partes de un todo presente,
carne sagrada de la creación.

LA HONDURA DEL AIRE


Sobre la rama ocupada
no caben más pájaros;
la rama solo se inclina
hasta el crujir de las almas.

El viento nunca azota:
es la forma en que Dios
aliviana el peso muerto
y trae las buenas nuevas.

El vuelo no es confirmación
del aire: es el aire; y así mismo,
una vida no es La Vida:
es todo lo que nos trasciende.

DONDE MI PAZ ELEVA TEMPLOS


Hasta aquí hemos llegado, amor mío,
a mitad de un largo camino
que, al final, promete el olvido
—aunque más no sea uno a medias.

Un sendero iluminado por espinas:
sangre, desgarro y mucho de vida
no vivida, malgastada y no amada,
sin fe, sin futuro, sin nada de culpa.

Yo me voy, y ahí te dejo, varada,
detenida entre las ruinas de tu ego,
en el infierno por vos sostenido,
para sepultar lo bueno que te quedaba.

Hasta aquí la arrogancia de quien ataca,
se defiende o responde. Hasta siempre,
hasta nunca. Suelto la espalda vana
y me voy donde mi paz eleva templos.

ESTOY AQUÍ PARA QUEDARME


Estoy aquí para quedarme, amor;
no hay urgencia en mí, y la hay toda.
Ni un solo instante te vas
y, sin embargo, a veces solo pasas,
como un soplo que desordena la tarde
y enciende los cristales de mi sangre.

Te miro y se me aquieta el mundo,
pero en la quietud algo arde,
un deseo de pronunciar tu nombre
como quien roza un sacramento prohibido.

Ven, acércate lenta,
como si tu sombra supiera el camino
antes que tus pasos.
Déjame aprenderte otra vez
en la hondura donde nace tu perfume,
en la curva donde tu piel
olvida el frío de los días.

Yo sé guardar el temblor
que dejan tus caderas cuando se afirman,
sé beber de tu aliento
como quien abre una fruta secreta
en mitad de la noche.

Quédate así, amor,
sin prisa, sin distancia, sin temores;
déjame recorrer tu silencio
como quien desgrana un tacto antiguo
y lo convierte en música.

Porque cuando pasas 
—cuando solo pasas—
mi cuerpo recuerda
que la eternidad también tiene forma,
y que esa forma, amor, es la tuya
volviéndose fuego entre mis manos.

XX. QUEDARSE QUIETO

Arrojo mi alma al desconcierto,
trago la pregunta y, simplemente,
le digo que la amo
como la rama al viento
—desvergonzadamente—,
como las olas a las rocas
que golpean entre beso y beso.

Ella susurra, pero no se detiene,
y me hace saber
lo vano de mi bruto intento.
No sé si ríe o llora;
solo dice que la emociona.

Y en ese gesto leve, casi aire,
comprendo que no es mía,
que basta su temblor para salvarme,
y que amar —a veces—
es quedarse quieto
mientras el mundo
se inclina hacia su nombre.

XIX. CUANDO HABLAS

 
Tu voz contiene el gemido
y la chispa que enciende mi deseo;
es un temblor de seda en el aire,
una sombra que arde sin arder,
un rezo donde se desnuda el fuego.

Cuando hablas, mi sangre obedece,
mi pulso aprende su cadencia,
y en tus labios, la palabra se hace carne
como un secreto que se ofrece lento,
sin culpa, sin tregua, sin distancia.

Eres llama y perfume,
la forma del tacto antes del tacto,
la herida que pide ser nombrada
y el eco que susurra en mi pecho
el arte sagrado del silencio compartido.

Si callas, también me hablas.
Y en ese mutismo tuyo
se abren todas las puertas del deseo:
yo entro sin permiso, reverente,
como quien comulga en lo eterno.

Entonces, todo mi ser se inclina,
no ante tu cuerpo, sino ante su misterio;
mi voz se disuelve en tu aliento
y la noche se puebla de signos
que solo tu piel comprende.

Te pienso, y el aire se curva;
mi lengua recuerda su destino,
el mapa de tu cuello,
la súplica tibia de tu hombro,
la palabra que aún no digo.

Tu presencia es una música sin término,
una marea que me desborda sin tocarme,
una plegaria hecha carne,
una eternidad respirando entre nosotros.

Y yo —humilde, encendido—
me dejo arder en tu silencio,
como si el amor fuera una forma
de aprender a morir dulcemente
en los labios del fuego.

XVIII. LOS SILENCIOS


Las palabras son apenas un temblor,
una sombra que intenta recordar tu piel,
y los silencios, oh los silencios,
esas grietas donde respiro lo que callas,
donde el deseo tiene voz y no la tiene.

Te pienso en el umbral de la penumbra,
cuando el aire se adensa y el alma arde,
y el cuerpo, aún sin tocarte,
sabe el ritmo exacto de tu pulso,
el fuego que avanza bajo la ropa.

Si me vieras en esta soledad de ternura,
con la mirada encendida de esperarte,
sabrías que en cada palabra que no digo
hay una caricia suspendida,
una confesión que se desnuda sin pronunciarse.

Porque el amor, cuando es verdad,
no necesita del mundo para arder:
basta el roce de tu nombre en mis labios,
la intuición de tu voz entre las sombras,
para que todo mi ser se vuelva incendio.

Y entonces comprendo, amor mío,
que las palabras, lo mismo que los silencios,
desangran fantasmas sin tiempo,
y que en cada herida de ese desangre
renace tu eternidad sobre mi deseo.

XVII. NO HACE FALTA PALABRA


En el roce más mínimo
cabe la eternidad de un abismo,
el temblor secreto de dos mundos
que se presienten antes del fuego.

No hace falta palabra,
basta el leve azar de tu respiración
para que mi piel recuerde el origen,
para que el deseo, ciego y lúcido,
se abra paso entre los velos de la noche.

Hay un tiempo que se disuelve
cuando tus dedos rozan los míos,
un silencio antiguo
que se expande como una plegaria contenida.

Y entonces todo se detiene:
la sangre escucha,
la mirada se vuelve música,
y en la piel se pronuncia el verbo primero 
—aquel que crea, que nombra, que incendia.

Así, amor,
en el roce más mínimo
renace el universo,
y caemos —benditos y culpables—
al abismo que nos salva. 

XVI. CUANDO LA NOCHE LLEGUE


Cuando la noche llegue,
algo en ti sabrá que el mundo se detiene,
que el aire se hace íntimo
y mi deseo aprende tu nombre en silencio.

No habrá palabras entonces,
solo el roce lento de lo inevitable,
el pulso que busca su reflejo,
la respiración que se entrega sin defensa.

Tu mirada, herida de cielo,
brillará como un puñal entre las sombras,
y en el filo de su luz
mi alma hallará la dulzura de morir un poco.

Vendrá mi voz a desatarte,
no con el mandato, sino con la caricia;
mi tacto será templo y conjuro,
mi aliento, la plegaria que abre tus puertas.

Y cuando el alba tiemble en tus labios,
cuando mi nombre aún arda en tu piel,
sabrás que no hay victoria en el deseo,
sino una pureza secreta en ceder,
en dejarse caer como un pétalo en la llama,
en arder sin pronunciar rendición alguna.

Porque amar —de verdad amar—
es ese instante en que ambos desaparecen,
y solo queda el temblor,
la respiración del universo
en la piel de dos que ya son uno.

XV. ME FASCINA EN TI


Me fascina en ti esa conjunción perfecta
de ternura y misterio:
la dulzura que habita en tus gestos,
la agudeza que brilla en tu silencio
y la fiera oculta que asoma en la hondura de tu mirada. 

Eres un templo donde el alma se arrodilla,
una llama envuelta en piel,
una ofrenda que late en la penumbra.
Tu cuello es una senda hacia el vértigo,
tus manos, promesas de naufragio,
y tus pechos —ah, misterio encarnado—
florecen bajo el aire
como dos astros guardando su propia alba.

Me cautiva el modo en que el deseo
se vuelve luz en ti,
la manera en que la inocencia y la furia
se confunden en tus respiros.
Hay en tu cuerpo una música antigua,
una plegaria que se desnuda al nombrarte,
y yo, pobre de mí,
me descubro adorándote
como quien teme profanar un milagro
y sin embargo, se entrega. 

XIV. A VER CÓMO LE HAGO AHORA


A ver cómo le hago ahora
para irme sin alertar a la sangre sobre mi herida,
sin que el pulso del recuerdo me delate,
sin que mi sombra tropiece con tu nombre.

He ensayado la calma en los espejos,
pero el temblor me conoce de memoria;
cada palabra que intento olvidar
vuelve hecha ceniza a tocarme la boca.

A ver cómo se arranca un latido
sin que el pecho se quede hueco,
cómo se entierra una voz
que aún respira entre mis huesos.

No hay mapa que me saque de tu cuerpo,
ni ruta que no pase por tu ausencia;
cada paso que doy es una pérdida,
cada silencio, una despedida.

A ver cómo le explico al alma
que lo que duele no es la partida,
sino el eco de lo que fuimos
rebotando, intacto,
contra la pared del tiempo.

A ver cómo le hago ahora
para irme sin que me sigas sangrando,
sin que el aire —que aún sabe a ti—
me devuelva al principio.

Porque todavía, amor,
cada vez que cierro los ojos,
tu adiós me grita desde adentro.

XIII. EN EL AIRE SUSPENDIDO


Un beso en el aire suspendido,
como recién horneado, caliente,
frágil al tacto y a la saliva,
llama que se ofrece y no se entrega,
pan de una boca que aún no muerde.

Así te pienso, mujer y presencia,
hecha de aroma, de aliento y fiebre,
de esa materia leve del deseo
que tiembla antes de hacerse carne,
como un secreto en la lengua del aire.

Te respiraría sin tocarte,
sólo para oír el temblor del perfume
que de tu piel asciende al alma;
te bebería en esa frontera
donde el gusto es plegaria,
y la boca, altar que nos consagra.

Ven, que el beso aún flota entre de nosotros,
ardiendo, tierno, suspendido;
deja que lo recoja mi palabra,
que lo amase mi voz sobre tu nombre,
hasta que el aire mismo se derrita.

XII. SIN APENAS CONOCERTE


Sin apenas conocerte, adivino a una niña,
escondida y al acecho, detrás del brillo de tu sonrisa;
sé que me presiente a ratos,
y a ratos se asoma con su melena desordenada,
como un relámpago que duda 
entre el juego y el abismo enamorado. 

No sabe —o finge no saber— que en su gesto
arde un secreto antiguo, una llamada;
que en el temblor de su pestaña
mi deseo encuentra el pulso exacto de la espera.

Yo la contemplo con la cortesía del fuego,
sin invadir, sin apresar,
pero dejo que mi voz roce su sombra
como quien acaricia la piel 
de una flor aún cerrada.

Y cuando el silencio se vuelve respiración compartida,
cuando el aire mismo parece recordar su perfume,
entonces ella —esa niña que apenas imagino—
me mira sin miedo, y en sus ojos
la inocencia se convierte en una promesa.

No hay prisa: cada sonrisa suya es un umbral,
cada palabra, una llave.
Y yo, caballero paciente del deseo,
aguardo el momento en que su alma,
en un descuido luminoso,
me permita rozar la frontera de su verdad. 

XI. ME GUSTAS CADA VEZ MÁS


Me gustas cada vez más, como si desde siempre, 
hubiese sabido el pulso de tu alma,
la hondura exacta donde nace tu temblor,
la música secreta que precede al beso.

Hay algo antiguo en tu mirada:
una llama que me recuerda a mí mismo
antes de existir,
cuando el deseo era aún un pensamiento de los dioses.

Te acercas,
y el aire se vuelve ceremonia,
mi voz, incienso;
tu piel, la página donde el mundo reescribe su sentido.

No hay principio ni final en esta entrega:
solo un perpetuo comienzo,
una cadencia que regresa sobre sí
como el mar sobre su nombre.

Porque me gustas cada vez más,
como si desde siempre, 
hubieras estado en la quietud de mi espera,
en la forma de mis manos buscando su destino,
en la promesa que antecede a toda carne.

Y cuando al fin te toco,
siento que el universo respira despacio,
que el tiempo se inclina ante nosotros,
y que amar —en ti—
es recordar lo eterno. 

X. EL INSTANTE Y LA LUZ


Amar tu cuerpo
es comprender el lenguaje del infinito,
entender que toda carne
es un mapa hacia la divinidad.

Tus ojos,
calmos como la distancia,
me devuelven la certeza de estar vivo,
de que el alma también respira
cuando el deseo la nombra.

Cuando tu cabello cae sobre mi pecho,
el mundo respira en silencio;
todo parece detenerse
para escuchar el diálogo secreto
entre la sangre y el cielo.

Tu presencia
tiene el sabor de lo irremediable,
la dulzura de lo que no se puede huir:
un eco que me llama
desde el principio del tiempo.

Eres el instante exacto
donde el alma recuerda
que también desea.
La forma humana del milagro,
la eternidad vestida de fuego.

En ti,
el amor ha aprendido a ser lenguaje,
y el deseo, plegaria.
Nada nos pertenece
y, sin embargo,
todo —la respiración, la sombra,
el temblor—
se convierte en nosotros.

No hay final posible
cuando la luz se reconoce en la piel.
Solo el silencio después del beso,
y ese resplandor que queda
cuando el fuego ya no quema,
sino que ilumina.

IX. DESPUÉS DEL INCENDIO


Me basta pensar en ti
para que el aire cambie de temperatura.
Tu nombre es una brasa invisible,
un pulso que aún arde
bajo la piel del silencio.

En tu voz hay una dulzura
que disfraza la tormenta;
cada palabra tuya
vuelve tibia la distancia,
vuelve humano el infinito.

Tus ojos son dos océanos
que saben naufragar con elegancia,
y yo, que fui barco,
aprendí a hundirme
solo por mirarte.

La belleza, cuando te mira,
aprende a tener pudor;
no sabe si arrodillarse o huir.

No hay perfume más intenso
que el de tu cercanía:
una mezcla de noche y de eternidad.

Cuando tu cuerpo se acerca,
la razón se disuelve
como el hielo ante el fuego,
y la sombra se vuelve casa.

En la penumbra,
tu piel parece inventar la luz,
como si el amanecer
no naciera del sol
sino del roce de tu respiración.

Tu sonrisa
es la rendición más delicada que he conocido,
la calma que precede a la pasión,
y la ternura que la sucede.

En tus manos late
una antigua promesa de caricia:
la certeza de que el amor,
cuando arde y se apaga,
sigue siendo llama.

VIII. LITURGIA DEL FUEGO


Hay ternura en tu deseo,
como si amar fuera un modo de rezar.
A veces pienso
que el paraíso no está perdido,
solo vive en tu piel,
en la transparencia del temblor
que antecede a la llama.

En tu mirada se confunden el cielo y la condena,
la pureza y el vértigo,
la caída y la salvación.
Cada beso tuyo
deja en mi lengua la huella de una aurora,
el sabor del principio del mundo.

Si me pierdo,
que sea en la claridad
que vive entre tus pestañas,
en esa frontera luminosa
donde el deseo se disuelve
en oración.

Cuando la luz toca tu cabello,
el deseo se vuelve un acto de fe:
me arrodillo ante su resplandor,
ante la divinidad que el tacto revela.

Hay en tu mirada un temblor
que desarma toda certeza.
En ese instante,
la razón se retira como una sombra vencida,
y solo queda la llama.

Tus labios guardan la geometría secreta del delirio;
en el roce de tu piel
se escribe la gramática del fuego,
la lengua que no necesita palabras
para nombrar lo eterno.

Tu cabello
parece guardar los secretos del amanecer,
y cuando te beso,
sé que el cielo
—por un momento—
ha bajado a la tierra.

VII. EL TIEMPO SE ARRODILLA


Cuando tu risa me toca,
el mundo se vuelve soportablemente hermoso.
Hay algo en ese sonido 
—un temblor de cristal y agua—
que hace olvidar la gravedad.

Hay un instante, justo antes del beso,
donde el universo se detiene a mirar.
Todo se suspende:
el aire,
el pulso,
la memoria del dolor.
Solo queda la música del presentimiento.

Eres el poema
que el silencio quiso escribir con luz.
Tus manos huelen a madrugada y a destino,
como si el amanecer se hubiera refugiado en tus gestos.

Si alguna vez el cielo tuvo forma humana,
fue en tu cuerpo:
esa claridad que respira,
ese milagro que arde sin herir.

En tu mirada
habita mi forma más vulnerable,
la que solo existe cuando me miras.

No hay fuego más sereno
que el que enciende tu calma cuando me deseas.
La luz en tu cabello
me ha hecho creer en la divinidad del tacto,
y tu voz —tu voz, mi niña—
tiene el don de hacer del aire una caricia.

Cuando estás cerca,
el tiempo se arrodilla.
Nada pide, nada teme,
solo contempla,
como un dios que se descubre humano
ante la perfección de tu presencia.

VI. LA NOCHE Y EL MISTERIO


Si alguna vez fui mar,
fue para reflejar la hondura de tu mirada.
En ti, la noche aprende a respirar,
y el silencio adquiere forma de promesa.

La oscuridad se inventa solo para tu piel,
para que el fuego pueda reconocerse en la penumbra.
Tu cuerpo —lento, divino—
es un lenguaje que la razón no traduce.

Todo en ti es una contradicción sagrada:
pureza que arde,
fuego que acaricia,
inocencia que se entrega sin romperse.

Quisiera dormir en la orilla de tus labios
y despertar en el centro de tu luz.
Allí donde el beso termina
comienza la fe.

Amar tu presencia
es asistir, desnudo y rendido,
al milagro de la belleza encarnada.
Hay un resplandor tenue en tu cabello
que desarma la noche
y la vuelve promesa.

Cada palabra tuya
tiene el peso de un beso no dicho,
cada silencio tuyo
es un altar donde el alma se arrodilla.

Tu piel parece hecha
para ser recordada con los labios.
En la curva de tu espalda
se esconde el secreto de los dioses,
y en tus ojos —nocturnos, profundos—
mi destino se pronuncia en voz baja.

V. LA MÚSICA DEL ANHELO


Cuando te pienso,
el mundo pierde contornos
y solo queda la música del anhelo.
Todo se vuelve un rumor de respiraciones,
una corriente invisible
que me lleva hacia ti sin nombre.

No hay palabra que iguale
al temblor de tu silencio junto a mi boca.
Allí donde callas,
mi alma entiende.
Allí donde tiemblas,
mi cuerpo responde.

Tu nombre se pronuncia mejor
entre las sombras y los besos,
donde la voz se confunde con el deseo
y el aliento aprende a decir la verdad.

Eres la fiebre más dulce que ha tenido mi cordura,
la calma que arde,
la herida que reza.

En tu cuello,
el pulso del tiempo se rinde.
Y cuando tu mirada me toca,
la realidad se despoja de toda ropa,
como si quisiera unirse al milagro.

La luz en tu cabello
es la promesa de un amanecer que nunca termina,
una llama quieta
que me recuerda que amar
es también mirar arder.

Cada vez que respiras cerca,
mi alma recuerda
que también tiene cuerpo.

Hay un eco de inocencia en tu deseo,
y eso lo hace aún más irresistible.
Si alguna vez fui mar,
fue solo para reflejar
la hondura de tu mirada.

IV. GEOMETRÍA DEL DESEO


Me has enseñado
que el deseo también puede tener rostro de inocencia,
que la pureza arde sin culpa
cuando los ojos dicen más que la piel.

Si cierro los míos,
aún puedo ver la claridad suave
de tu cabello deslizándose entre mis manos,
esa llama íntima que me revela
la forma secreta del amor.

Amar tus ojos
es aprender la dulzura de perderse,
la ciencia exacta de rendirse sin caer.
Hay una luz peligrosa en ti:
iluminas y, al mismo tiempo, incendias.

Cuando te acercas,
el aire se vuelve un secreto compartido
entre la piel y el alma.
Cada respiro es una oración carnal,
un pacto que se cumple en silencio.

El fulgor de tu cabello
parece recordar el tacto del sol
que yo intento merecer,
como si mi deseo fuera apenas
la sombra que su luz concede.

En tus ojos —profundos, silenciosos—
el deseo no grita:
respira.
Profundo.
Paciente.
Eterno.

Y me basta un suspiro tuyo
para entender
que la eternidad
cabe en un instante.

Tu cuerpo —la geometría exacta de la tentación—
me enseña que la perfección
no está en lo que se alcanza,
sino en lo que se tiembla.

III. EL LÍMITE DE LA LUZ


Cuando tu cabello roza mi pecho,
el tiempo se convierte
en un animal que tiembla.
Se detiene la razón,
y solo queda el pulso
—ese temblor antiguo
que aún recuerda cómo amaba el fuego.

Me pierdo en la frontera
entre tu perfume y tu silencio:
allí donde el mundo calla,
y el cuerpo pronuncia
las sílabas de lo eterno.

Tus manos no tocan: confiesan.
Dicen lo que la piel calla,
lo que el alma teme y desea.
Cada roce tuyo
es una verdad que arde sin palabra.

He aprendido que el deseo no se explica:
se respira entre los labios,
se escribe en la carne con la lengua,
se dice en voz baja junto al cuello,
donde el corazón tiene memoria.

En la hondura de tus ojos
late el misterio de lo no dicho:
esa promesa de sombra y claridad
que convierte el amor en destino.

No hay cielo más alto
que el instante en que tu piel
se confunde con la mía,
cuando lo humano y lo divino
se funden sin testigos,
y la luz —la que viene de ti—
aprende el nombre del deseo.

II. LA TERNURA DEL FUEGO


La luz de tu cabello parece arder
cuando el deseo lo toca con su aliento.
En tu piel se adivina
la ternura del fuego
antes de volverse llama.

Hay un resplandor antiguo en ti,
una claridad detenida en los bordes del aire,
como si el amanecer hubiera elegido tu cuerpo
para ensayar la perfección de la luz.

Me bastó mirarte una vez para comprender
que el cielo también puede tener cuerpo.
Desde entonces, todo lo divino lleva tu forma,
y el aire, cuando te roza,
adquiere la textura del milagro.

Tu piel guarda la memoria del sol,
pero tu alma huele a noche:
una mezcla de inocencia y vértigo,
de calma que espera ser incendio.

Hay una lentitud divina en tus gestos,
como si cada movimiento
fuera una promesa cumplida,
como si el tiempo mismo, ante tu paso,
se arrodillara para aprender a arder.

Y así —ciego de luz—,
sigo el pulso de tu sombra,
convencido de que el deseo,
cuando se pronuncia con ternura,
es también una forma de rezar.

I. ABISMOS QUIETOS


Tus ojos son abismos quietos
donde se ahoga la razón
y despierta el deseo.
Hay un alba detenida en tu mirada,
una luz que incendia 
con solo rozar el aire.

Tu voz —ese tacto invisible—
me desviste de toda defensa;
me nombra con un sonido leve,
como si el silencio fuera piel,
como si la distancia respirara.

No sé si es la claridad
o el vértigo que esconden tus pupilas,
pero me arrastra
—me disuelve,
me inventa otra vez.

He aprendido que el deseo no se explica:
se pronuncia con la boca junto a tu cuello,
en el idioma del temblor y la saliva,
donde los límites tiemblan y se borran.

En tus ojos late el misterio
de lo que nunca se dice,
pero todo se siente.
No hay cielo más alto
que el instante en que tu piel 
se confunde con la mía.

Allí, donde el mundo calla,
la eternidad se abre,
y el amor respira
—profundo, paciente, eterno. 

viernes, noviembre 28, 2025

Liturgia del deseo

Amazon (Link directo a tienda) 


Liturgia del deseo no es un libro que se lea: se atraviesa. Andrés Camacho construye una poética del ardor, donde el deseo se revela como verbo fundacional, herida sagrada y ceniza que piensa. En una liturgia dividida en cuatro movimientos —del fuego al vacío—, el lenguaje se vuelve cuerpo, y el cuerpo, símbolo. Místico y carnal, filosófico y devastador, este poemario invita a una experiencia íntima y radical: la del temblor que deja el amor cuando ya no hay nombre que lo contenga. Aquí, quien lee no busca sentido, sino brasas. 

jueves, noviembre 27, 2025

Biografía de Autor — Andrés Camacho


• Andrés Camacho (San Juan, Argentina, marzo de 1979) es poeta y escritor. Desde diciembre de 2010 reside en San Miguel de Tucumán, ciudad donde ha consolidado gran parte de su obra literaria. Autor prolífico, ha publicado diez libros de poesía y un ensayo poético-filosófico, explorando temas como el deseo, la memoria, la herida y la transformación interior.

Actualmente trabaja en la próxima publicación de una colección de cuentos y un volumen de nouvelles (novelas cortas), previstos para 2026, ampliando así su universo narrativo.

Camacho mantiene una presencia activa en redes sociales a través de su cuenta de Instagram @acamacho_poesia, donde comparte diariamente novedades sobre su obra, poemas, cuentos, artículos de opinión y breves ensayos poéticos y filosóficos. Además, administra desde hace varios años el blog El Oficio del Silencio, espacio dedicado a la difusión de su poesía, libros, artículos y ensayos literarios y el pensamiento poético.

Su voz se distingue por una sensibilidad intensa, un lenguaje cuidadosamente elaborado y una búsqueda constante de profundidad simbólica. Su obra continúa creciendo y consolidándose como un aporte singular dentro de la poesía y la literatura contemporánea argentina.

• Libros: 
- FRAGMENTARIO 
- Barco roto / Naufragio herido 
- Incendios del vértigo 
- El dorado laberinto de tu hechizo 
- El otoño, o el arte de desaparecer 
- Liturgia del deseo 
- MYSTERIUM VERITATIS 
- Estaciones del alma 
- El Evangelio según Eva (ensayo poético-filosófico)
- HEME AQUÍ 
- Ser hablado 

(Libros disponibles en Amazon y TiendaMia)  

El dorado laberinto de tu hechizo

Amazon Link (Link directo a tienda) 

"El dorado laberinto de tu hechizo" es un poemario que se despliega como un enigma sensorial, donde el deseo y la melancolía se entrelazan en un juego de luces y sombras. A través de versos que evocan la fugacidad del amor y la batalla entre la pasión y el olvido, el poeta nos sumerge en un universo donde cada palabra es un destello efímero y cada imagen un reflejo quebrado de lo que se anhela. 
Con una lírica que oscila entre lo onírico y lo fatalista, la obra no ofrece certezas, sino preguntas que resplandecen en la penumbra. Aquí, el lenguaje no sólo nombra, sino que seduce, hechiza y nos arrastra a un laberinto del que, quizás, nunca queramos salir.

miércoles, noviembre 26, 2025

Incendios del vértigo

Amazon (Link directo a Amazon) 


- Prólogo a: Incendios del vértigo 

Hay libros que iluminan como un relámpago y otros que abrasan como una hoguera inextinguible. Incendios del Vértigo pertenece a la segunda estirpe. Es un poemario que no se conforma con el mero fulgor pasajero de la palabra, sino que se consume en su propio ardor, dejando en el lector la ceniza vibrante de lo irrepetible.

Desde el primer verso, nos enfrentamos a una obra donde el lenguaje se exalta y se fragmenta en un vértigo de imágenes que oscilan entre lo carnal y lo metafísico. La voz poética se despliega como una llamarada insaciable: "Tú ya vas siendo el pálpito que destila las horas, / un latido insurrecto en la clepsidra de la noche" (Reloj de fuego), anunciando la urgencia de un tiempo que no se mide en minutos, sino en pulsaciones.

El amor, el deseo y la ausencia son pilares fundamentales de este universo poético. La caricia aquí es epifanía y tormento: "Voy a soñarte en la urdimbre de mis vértigos, / tejida de jadeos y filamentos de luna mustia" (Sueño convulso en la trama de las sombras). El deseo no es solo encuentro, sino destino inevitable, una caída infinita hacia el otro: "Si en cada susurro desatas un cosmos / y en cada silencio incendias el infinito" (Reloj de fuego).

Pero no solo el amor y el deseo arden en estos versos; la ausencia también se vuelve una forma de incendio. En Dismorfía del olvido, el yo lírico confiesa: "Me aturde cada vez más tu cada vez menos", mostrando cómo la pérdida puede reducirse a una ecuación devastadora. La memoria es un campo de batalla donde las sombras de lo vivido insisten en no desvanecerse, y la poesía es el último refugio ante lo irrecuperable.

Incendios del Vértigo es un poemario de extrema intensidad, donde la metáfora se expande con una fuerza casi telúrica y el lenguaje es llevado a su máxima potencia expresiva. Cada poema es un estallido que desafía la calma del lector y lo sumerge en un viaje de luces y sombras, de cuerpos y espectros, de deseo y ceniza. Una obra que no se lee, sino que se sobrevive.


Edward Oppenheim 
Montevideo, Febrero de 2025.

LA CARROÑA

Dios me libre de esos feligreses que vienen de ser carroña asquerosa, que liban a diario los jugos pútridos del verso malogrado ...