Tu voz contiene el gemido
y la chispa que enciende mi deseo;
es un temblor de seda en el aire,
una sombra que arde sin arder,
un rezo donde se desnuda el fuego.
Cuando hablas, mi sangre obedece,
mi pulso aprende su cadencia,
y en tus labios, la palabra se hace carne
como un secreto que se ofrece lento,
sin culpa, sin tregua, sin distancia.
Eres llama y perfume,
la forma del tacto antes del tacto,
la herida que pide ser nombrada
y el eco que susurra en mi pecho
el arte sagrado del silencio compartido.
Si callas, también me hablas.
Y en ese mutismo tuyo
se abren todas las puertas del deseo:
yo entro sin permiso, reverente,
como quien comulga en lo eterno.
Entonces, todo mi ser se inclina,
no ante tu cuerpo, sino ante su misterio;
mi voz se disuelve en tu aliento
y la noche se puebla de signos
que solo tu piel comprende.
Te pienso, y el aire se curva;
mi lengua recuerda su destino,
el mapa de tu cuello,
la súplica tibia de tu hombro,
la palabra que aún no digo.
Tu presencia es una música sin término,
una marea que me desborda sin tocarme,
una plegaria hecha carne,
una eternidad respirando entre nosotros.
Y yo —humilde, encendido—
me dejo arder en tu silencio,
como si el amor fuera una forma
de aprender a morir dulcemente
en los labios del fuego.