Cuando tu cabello roza mi pecho,
el tiempo se convierte
en un animal que tiembla.
Se detiene la razón,
y solo queda el pulso
—ese temblor antiguo
que aún recuerda cómo amaba el fuego.
Me pierdo en la frontera
entre tu perfume y tu silencio:
allí donde el mundo calla,
y el cuerpo pronuncia
las sílabas de lo eterno.
Tus manos no tocan: confiesan.
Dicen lo que la piel calla,
lo que el alma teme y desea.
Cada roce tuyo
es una verdad que arde sin palabra.
He aprendido que el deseo no se explica:
se respira entre los labios,
se escribe en la carne con la lengua,
se dice en voz baja junto al cuello,
donde el corazón tiene memoria.
En la hondura de tus ojos
late el misterio de lo no dicho:
esa promesa de sombra y claridad
que convierte el amor en destino.
No hay cielo más alto
que el instante en que tu piel
se confunde con la mía,
cuando lo humano y lo divino
se funden sin testigos,
y la luz —la que viene de ti—
aprende el nombre del deseo.
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