Mi alma, cansada, mira el amanecer
y se desvanece en un silencio de muerte;
no hay rituales ni escenarios apagados:
el día brilla y nadie ve mis lágrimas.
Una brisa suave, cargada de sueños rotos,
se cuela entre las costillas del tiempo
y silba una vieja canción entre las ramas:
—no hay pájaro que adivine esta tristeza.
Mi corazón es un corcho flotando,
contenido en una pequeña botella vacía,
frágil como la voz que me quiebra
cuando, en vano, intento la despedida.
Un día más, uno más entre tantos;
uno me robó la paz y otro la alegría.
Uno se fue detrás de la sombra del fin,
cuando el abandono devoró lo que quedaba.
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