Me has enseñado
que el deseo también puede tener rostro de inocencia,
que la pureza arde sin culpa
cuando los ojos dicen más que la piel.
Si cierro los míos,
aún puedo ver la claridad suave
de tu cabello deslizándose entre mis manos,
esa llama íntima que me revela
la forma secreta del amor.
Amar tus ojos
es aprender la dulzura de perderse,
la ciencia exacta de rendirse sin caer.
Hay una luz peligrosa en ti:
iluminas y, al mismo tiempo, incendias.
Cuando te acercas,
el aire se vuelve un secreto compartido
entre la piel y el alma.
Cada respiro es una oración carnal,
un pacto que se cumple en silencio.
El fulgor de tu cabello
parece recordar el tacto del sol
que yo intento merecer,
como si mi deseo fuera apenas
la sombra que su luz concede.
En tus ojos —profundos, silenciosos—
el deseo no grita:
respira.
Profundo.
Paciente.
Eterno.
Y me basta un suspiro tuyo
para entender
que la eternidad
cabe en un instante.
Tu cuerpo —la geometría exacta de la tentación—
me enseña que la perfección
no está en lo que se alcanza,
sino en lo que se tiembla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario