Si alguna vez fui mar,
fue para reflejar la hondura de tu mirada.
En ti, la noche aprende a respirar,
y el silencio adquiere forma de promesa.
La oscuridad se inventa solo para tu piel,
para que el fuego pueda reconocerse en la penumbra.
Tu cuerpo —lento, divino—
es un lenguaje que la razón no traduce.
Todo en ti es una contradicción sagrada:
pureza que arde,
fuego que acaricia,
inocencia que se entrega sin romperse.
Quisiera dormir en la orilla de tus labios
y despertar en el centro de tu luz.
Allí donde el beso termina
comienza la fe.
Amar tu presencia
es asistir, desnudo y rendido,
al milagro de la belleza encarnada.
Hay un resplandor tenue en tu cabello
que desarma la noche
y la vuelve promesa.
Cada palabra tuya
tiene el peso de un beso no dicho,
cada silencio tuyo
es un altar donde el alma se arrodilla.
Tu piel parece hecha
para ser recordada con los labios.
En la curva de tu espalda
se esconde el secreto de los dioses,
y en tus ojos —nocturnos, profundos—
mi destino se pronuncia en voz baja.
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