Hay ternura en tu deseo,
como si amar fuera un modo de rezar.
A veces pienso
que el paraíso no está perdido,
solo vive en tu piel,
en la transparencia del temblor
que antecede a la llama.
En tu mirada se confunden el cielo y la condena,
la pureza y el vértigo,
la caída y la salvación.
Cada beso tuyo
deja en mi lengua la huella de una aurora,
el sabor del principio del mundo.
Si me pierdo,
que sea en la claridad
que vive entre tus pestañas,
en esa frontera luminosa
donde el deseo se disuelve
en oración.
Cuando la luz toca tu cabello,
el deseo se vuelve un acto de fe:
me arrodillo ante su resplandor,
ante la divinidad que el tacto revela.
Hay en tu mirada un temblor
que desarma toda certeza.
En ese instante,
la razón se retira como una sombra vencida,
y solo queda la llama.
Tus labios guardan la geometría secreta del delirio;
en el roce de tu piel
se escribe la gramática del fuego,
la lengua que no necesita palabras
para nombrar lo eterno.
Tu cabello
parece guardar los secretos del amanecer,
y cuando te beso,
sé que el cielo
—por un momento—
ha bajado a la tierra.
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