En el roce más mínimo
cabe la eternidad de un abismo,
el temblor secreto de dos mundos
que se presienten antes del fuego.
No hace falta palabra,
basta el leve azar de tu respiración
para que mi piel recuerde el origen,
para que el deseo, ciego y lúcido,
se abra paso entre los velos de la noche.
Hay un tiempo que se disuelve
cuando tus dedos rozan los míos,
un silencio antiguo
que se expande como una plegaria contenida.
Y entonces todo se detiene:
la sangre escucha,
la mirada se vuelve música,
y en la piel se pronuncia el verbo primero
—aquel que crea, que nombra, que incendia.
Así, amor,
en el roce más mínimo
renace el universo,
y caemos —benditos y culpables—
al abismo que nos salva.
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