No era triste por alegre, lo era por previsible;
una caja de Pandora a la espera del rescate,
una navaja forjada para ser, en la herida,
una monótona repetición de sí misma.
No la sostenía una única canción,
ni un libro ni una frase
—ni siquiera una palabra—;
era, más bien, un poema deshabitado.
Los acordes de una melodía la adivinaban,
la pieza completa terminaba negándola;
así, un álbum al costado del mundo,
sobre la bandeja de un viejo tocadiscos.
El hueso de un fruto que iba a árbol,
creciendo en el vientre de lo inasible,
escribiéndose en el idioma de lo callado,
una especie de gloria que nos excede.
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