Arrojo mi alma al desconcierto,
trago la pregunta y, simplemente,
le digo que la amo
como la rama al viento
—desvergonzadamente—,
como las olas a las rocas
que golpean entre beso y beso.
Ella susurra, pero no se detiene,
y me hace saber
lo vano de mi bruto intento.
No sé si ríe o llora;
solo dice que la emociona.
Y en ese gesto leve, casi aire,
comprendo que no es mía,
que basta su temblor para salvarme,
y que amar —a veces—
es quedarse quieto
mientras el mundo
se inclina hacia su nombre.
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