domingo, noviembre 30, 2025

IX. DESPUÉS DEL INCENDIO


Me basta pensar en ti
para que el aire cambie de temperatura.
Tu nombre es una brasa invisible,
un pulso que aún arde
bajo la piel del silencio.

En tu voz hay una dulzura
que disfraza la tormenta;
cada palabra tuya
vuelve tibia la distancia,
vuelve humano el infinito.

Tus ojos son dos océanos
que saben naufragar con elegancia,
y yo, que fui barco,
aprendí a hundirme
solo por mirarte.

La belleza, cuando te mira,
aprende a tener pudor;
no sabe si arrodillarse o huir.

No hay perfume más intenso
que el de tu cercanía:
una mezcla de noche y de eternidad.

Cuando tu cuerpo se acerca,
la razón se disuelve
como el hielo ante el fuego,
y la sombra se vuelve casa.

En la penumbra,
tu piel parece inventar la luz,
como si el amanecer
no naciera del sol
sino del roce de tu respiración.

Tu sonrisa
es la rendición más delicada que he conocido,
la calma que precede a la pasión,
y la ternura que la sucede.

En tus manos late
una antigua promesa de caricia:
la certeza de que el amor,
cuando arde y se apaga,
sigue siendo llama.

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