Me fascina en ti esa conjunción perfecta
de ternura y misterio:
la dulzura que habita en tus gestos,
la agudeza que brilla en tu silencio
y la fiera oculta que asoma en la hondura de tu mirada.
Eres un templo donde el alma se arrodilla,
una llama envuelta en piel,
una ofrenda que late en la penumbra.
Tu cuello es una senda hacia el vértigo,
tus manos, promesas de naufragio,
y tus pechos —ah, misterio encarnado—
florecen bajo el aire
como dos astros guardando su propia alba.
Me cautiva el modo en que el deseo
se vuelve luz en ti,
la manera en que la inocencia y la furia
se confunden en tus respiros.
Hay en tu cuerpo una música antigua,
una plegaria que se desnuda al nombrarte,
y yo, pobre de mí,
me descubro adorándote
como quien teme profanar un milagro
y sin embargo, se entrega.
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