La luz de tu cabello parece arder
cuando el deseo lo toca con su aliento.
En tu piel se adivina
la ternura del fuego
antes de volverse llama.
Hay un resplandor antiguo en ti,
una claridad detenida en los bordes del aire,
como si el amanecer hubiera elegido tu cuerpo
para ensayar la perfección de la luz.
Me bastó mirarte una vez para comprender
que el cielo también puede tener cuerpo.
Desde entonces, todo lo divino lleva tu forma,
y el aire, cuando te roza,
adquiere la textura del milagro.
Tu piel guarda la memoria del sol,
pero tu alma huele a noche:
una mezcla de inocencia y vértigo,
de calma que espera ser incendio.
Hay una lentitud divina en tus gestos,
como si cada movimiento
fuera una promesa cumplida,
como si el tiempo mismo, ante tu paso,
se arrodillara para aprender a arder.
Y así —ciego de luz—,
sigo el pulso de tu sombra,
convencido de que el deseo,
cuando se pronuncia con ternura,
es también una forma de rezar.
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