Estoy aquí para quedarme, amor;
no hay urgencia en mí, y la hay toda.
Ni un solo instante te vas
y, sin embargo, a veces solo pasas,
como un soplo que desordena la tarde
y enciende los cristales de mi sangre.
Te miro y se me aquieta el mundo,
pero en la quietud algo arde,
un deseo de pronunciar tu nombre
como quien roza un sacramento prohibido.
Ven, acércate lenta,
como si tu sombra supiera el camino
antes que tus pasos.
Déjame aprenderte otra vez
en la hondura donde nace tu perfume,
en la curva donde tu piel
olvida el frío de los días.
Yo sé guardar el temblor
que dejan tus caderas cuando se afirman,
sé beber de tu aliento
como quien abre una fruta secreta
en mitad de la noche.
Quédate así, amor,
sin prisa, sin distancia, sin temores;
déjame recorrer tu silencio
como quien desgrana un tacto antiguo
y lo convierte en música.
Porque cuando pasas
—cuando solo pasas—
mi cuerpo recuerda
que la eternidad también tiene forma,
y que esa forma, amor, es la tuya
volviéndose fuego entre mis manos.
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