Esa niña



La niña que dejó de tener un nombre,
solo para convertirse en el sarpullido de mis silencios,
y en el justo medio lleno de pus de su propia ausencia.

La que se marcha sin avisar, dejando todas sus cenizas
pegadas en las bolitas de algodón de mis sábanas,
como si fueran las heridas
que he de lucir en la próxima temporada.
La que se marcha y solo da unos pasos atrás,
para tatuarme en la cara un doble portazo.
La que me empaña los vidrios de la mirada,
nomas porque se le da la gana
de que la recuerde algo empapada.

La niña de los ojos color tristeza;
la que me desespera solo por vanidad;
la que no tiene pudor de sangre azul cielo;
la que vuelve a casa después de andar en nada
y me pregunta que qué hago ahí todavía,
sentado como sin más, sin haber salido acaso a buscarla
(tal vez para no encontrarla -me digo mordiéndome las palabras).

La niña con labios de flor de espinas y pétalos en el tallo;
la que me llueve encima solo para disimular las lágrimas;
la de los pasos semillas
que luego son sombras gigantes como de árboles;
la que me acaricia solo para afilar
sus puñales de reproches invaginados;
la que se queda en los antojos de mis amigos,
después de que me he ido;
la que no hace nada, sino es para perturbarme
hasta cuando estoy dormido;
la que no se calla,
cuando más necesito curar de sus palabras;
la que se reinventa cada día,
para que la puerta de casa
no se indigeste y la termine vomitando,
dejándome en el piso y al descuido
como a una botella vacía de su propia nada.

¡Ah, esa niña soberbia, pedante y engreída!,
que el día que realmente me falte,
tendré que venir a buscarla para besarla
en cada uno de estos poemas heridos.

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