Éramos como dos palabritas sueltas
emprendiendo la épica del viento
y, en el vuelo, aprendimos a amar;
versos quebrados, dispersos,
que se buscaban en mil poemas.
Fuimos también la pausa inevitable,
el silencio que late entre dos ecos,
la sílaba temblorosa que encuentra
sentido al pronunciarse en el otro.
Éramos huellas de tinta sobre el aire,
gramáticas del deseo,
párrafos sin forma
que se reescribían cada noche
para no perder el ardor de lo incierto.
Nos hicimos rima
cuando el mundo parecía desorden,
metáfora cuando el cuerpo pedía más,
y plegaria cuando el alma reclamaba
un refugio donde caer suavemente.
Y aunque a veces la distancia
quiso tacharnos del verso,
fuimos la insistencia de la luz
sobre el papel oscuro,
la coma que evita la caída,
el acento que cambia el sentido
de todo lo vivido.
Éramos, al fin,
dos palabritas buscando un destino,
unidas por el misterio
de esa épica del viento
que aún hoy nos nombra
en cada poema de vano intento.